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Una casa convertida en restaurante que sirve manjares de los Valles Centrales de Oaxaca. En el pequeño espacio para la lista de espera se encuentra un altar a la Virgen de Guadalupe y una banca de hierro, como las que durante décadas han distinguido los espacios públicos de la colonia Estrella.
En cuanto nos asignan una mesa recorremos un amplio pasillo. Una gran canasta llena de utensilios y otra con jitomates y cebollas nos revelan que el caos que reina en toda buena cocina se ha extendido hasta aquí. En el patio central, una decena de cocineras hacen gala de sus habilidades.
Aquí no hay falla: las tlayudas, el tasajo, el mole negro, los tamales y los antojitos son elaborados por mujeres que llevan décadas perfeccionando su técnica en la preparación de alimentos. Por si esto fuera poco, sirven uno de los mejores chocolates calientes de la ciudad. Tienen dos opciones, con leche y la tradicional receta oaxaqueña de chocolate con agua. El chocolate con leche es una delicia.
Sin embargo, el de agua es el que se lleva las ovaciones de pie. Es semiamargo, ligero y muy espumoso. Parece increíble que de algo tan elemental como la combinación de agua con chocolate resulte algo tan celestial.
Quizás se debe al delicado arte de agregar el chocolate en el momento del hervor preciso, o al de añadir la cantidad justa de agua una vez que éste haya espesado, o a la precisión y el empeño con el que se frota el molinillo al momento de batirlo.
El caso es que al dar el primer trago es posible entender a las damas chocolateras de las que hablaba Salvador Novo en su libro Cocina mexicana: “Se lo servían en plena misa y a toda hora en la iglesia, para indignación del obispo, quien tuvo que excomulgarlas, y ni así dejaban el vicio del chocolate”. Larga vida a los excesos.
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