Intestino... ¿Tenemos un problema?
Basado en los contenidos del libro.La ciencia de la microbiota. de Fundación Alícia / Cristina Saez

Vivimos en un mundo de microbios. Solo en la palma de la mano conviven más seres microscópicos que habitantes en la Tierra. Pero no hay por qué asustarse. Muy pocos de ellos son realmente problemáticos: por ejemplo, se han identificado menos de cien especies de bacterias patógenas capaces de causarnos infección, como Eschericchia coli, Salmonella o Streptococcus pneumoniae, mientras que la inmensa mayoría —cerca de un billón de especies—son beneficiosas y desempeñan funciones esenciales en nuestro planeta. Tanto es así que sin ellas hoy no estaríamos aquí. De hecho, las bacterias son una de las formas de vida más antiguas de nuestro planeta.
Estos organismos de una sola célula surgieron hace unos 4.000 millones de años, en una Tierra inhóspita, apenas calentada por un sol muy joven. Y en aquel escenario se las tuvieron que apañar para poder sobrevivir.
Algunas fueron capaces de utilizar la luz solar para generar depósitos masivos de hierro y biomasa de los que se alimentaron otras que, a su vez, produjeron metano, un potente gas de efecto invernadero con el que poco a poco el planeta fue sumando grados y propiciando condiciones más favorables para que surgieran el resto de las formas de vida.6 Así, cuando los animales hicimos nuestra entrada en escena hace unos 550 millones de años —los humanos modernos, los Homo sapiens, muchísimo más tarde, entre 300.000 y 200.000 años atrás—, el mundo ya estaba repleto de microorganismos que habían reinado a sus anchas durante miles de millones de años y que habían facilitado la aparición del oxígeno atmosférico que respiramos mucho antes de que existieran las plantas.
Habían transformado la Tierra: la habían hecho habitable. Por ello, cuando empezamos a dar nuestros primeros pasos, no nos quedó otra que comenzar a negociar y a establecer relaciones más o menos amistosas con ellos, de simbiosis mutualista, en las que salíamos ganando ambos siempre que cumpliéramos con nuestra parte del pacto: los animales les proporcionamos un hogar y alimento y, a cambio, ellos realizan funciones esenciales para nosotros.
Hemos evolucionado entre ellos, con ellos y de ellos. Y nos han ayudado a sobrevivir. Paradójicamente, sin ellos tendríamos los días contados en este planeta; en cambio, sin nosotros… ellos ni se inmutarían. Y sí, nuestra microbiota —la cual tapiza todas las superficies del cuerpo, desde la piel y la boca a las mucosas, el aparato respiratorio, la vagina o el tubo digestivo, todas esas multitudes que nos conforman— procede de aquellos primeros microorganismos que surgieron en nuestro planeta y que hemos ido heredando de generación en generación.
Abramos nuestra mente a la imaginación y pensemos en nuestro cuerpo como en un hotel de diversas plantas, con distintas tipologías de habitaciones y espacios.
Más de 39 billones de microorganismos habitan en el colon. Ahora imaginémonos a la microbiota como un enjambre de turistas de un sinfín de nacionalidades y condiciones. Con toda probabilidad, la familia griega que se aloja en la primera planta poco tiene que ver con la selección de fútbol femenina alemana del último piso o con los trabajadores de una multinacional americana que celebran un congreso en las salas polivalentes del edificio. Aunque, posiblemente, esa familia griega con niños se entienda la mar de bien con la italiana con hijos de edad similar, por lo que tal vez se encuentren en la piscina y pasen algún tiempo juntos. Algo así ocurre en nuestro cuerpo. Los microorganismos que residen en la placa dental son muy distintos de los que lo hacen en la piel y los de la piel no son, ni mucho menos, todos iguales: los de las mejillas difieren de los de los brazos o las axilas. E incluso si escudriñamos a los habitantes de las palmas de nuestras manos veremos que entre izquierda y derecha hay más diferencias de lo que podríamos presuponer. Es más, los microbios que conviven en una zona establecen entre ellos relaciones de afinidad, pero también de competencia. Forman ecosistemas complejos, como la ciudad que vislumbrábamos desde un avión. Y eso, claro está, también ocurre en el intestino, uno de los lugares más densamente habitados por seres microscópicos de toda la Tierra. Dos pioneros del estudio de la microbiota intestinal, Justin y Erica Sonnenburg, ambos investigadores de la Universidad de Stanford (Estados Unidos), pareja científica y de vida —algo, por cierto, muy frecuente en la ciencia—, han calculado que una cucharadita de café de nuestras heces contiene unos 500.000 millones de células bacterianas. Y son precisamente las bacterias residentes en el colon las que tienen un mayor impacto en nuestro bienestar global. Por lo tanto, a partir de ahora nos centraremos solo en ellas. En adelante, cuando hablemos de «microbiota» nos referiremos exclusivamente a la intestinal.
Cada día experimentamos cómo nuestro intestino y nuestro cerebro están conectados y se hablan, cosa que, por cierto, hacen continuamente. No es de extrañar: el primero está allá arriba, solo, protegido en su torre de marfil, y para gobernar nuestro cuerpo necesita obtener información que recaba a través de los sentidos y también del intestino.
Este le comunica desde qué hemos comido a si tenemos o no suficiente energía, o si nos falta algún nutriente o si el sistema inmunitario está librando una batalla contra algún patógeno que se ha colado en el organismo.
El intestino no solo actúa de informante, sino que también es capaz de vincularse al cerebro cuando lo necesita. Por ejemplo, si este está estresado y precisa de energía extra para hacer frente a una situación compleja —como cuando debemos tomar una decisión crucial o tenemos que acabar un proyecto importante en un tiempo récord—, le manda mensajes de auxilio al intestino: Y este, para responder a dicha demanda, actúa alterando el movimiento gastrointestinal, ya sea ralentizando o incluso deteniendo la digestión para así dejar de consumir energía, la cual pone a disposición del cerebro.
¡Y es que es un órgano muy demandante! Si, en general, para funcionar de manera habitual el cerebro suele consumir un 20 por ciento de la energía total del cuerpo —aunque solo supone el 2 por ciento del peso corporal total—, en momentos de máxima actividad, como cuando lidiamos con una situación de estrés, el cerebro llega a triplicar su consumo de glucosa, el combustible que necesita para operar.
Y ahí entra el intestino para darle apoyo energético. Eso sí: si esas emergencias son ocasionales, todo va bien; pero, si se convierten en recurrentes, el intestino se queja —y con razón— a través de diarreas, estreñimiento, dolor abdominal…
Para hacer todo esto —para comunicarse y pedirse favores—, ambos órganos cuentan con varioas líneas de comunicación. Uno de ellos es el nervio vago, una línea directa que une los 100 billones de neuronas presentes en el sistema nervioso entérico* —la subdivisión del sistema nervioso que controla el aparato digestivo— con la base del cerebro en la médula espinal.
*"El sistema nervioso entérico (SNE) constituye el conjunto más grande de neuronas fuera de la médula espinal y el cerebro. Las células se organizan en dos redes compuestas por: 1- grupo de nervios llamados ganglios y 2- interneuronas que conectan éstos grupos entre sí. Estos plexos se ubican en la submucosa (plexo submucoso) y entre la capa muscular circular y la longitudinal del intestino (plexo mientérico)."
crean una red de neuronas que envuelve al tracto gastrointestinal en dos capas.
Estas neuronas son responsables de coordinar las actividades primarias del intestino: motilidad y secreción. El SNE o "pequeño cerebro" del intestino en automático, y puede controlar las funciones gastrointestinales por sí mismo.
También el sistema inmunitario y el endocrino llevan mensajes en una y otra dirección; y, en menor medida, el circulatorio y el linfático. En conjunto, se trata de un complejo entramado que permite las comunicaciones entre cerebro e intestinos: el denominado eje intestino-cerebro por el que circulan moléculas portadoras de señales.
El sistema nervioso entérico, el sistema nervioso autónomo, el sistema neuroendocrino, el sistema neuroinmune y el sistema nervioso central . El sistema nervioso entérico se encarga del funcionamiento básico gastrointestinal (motilidad, secreción mucosa, flujo sanguíneo), y el control central de las funciones del intestino se lleva a cabo gracias al nervio vago.

Y, en este entramado, la microbiota intestinal desempeña un papel preponderante: algunos de los microorganismos que conforman esta comunidad de seres microscópicos que albergamos en el colon son capaces de secuestrar nuestra mente, alterar nuestro estado de ánimo, controlar nuestros gustos e impulsos e, incluso, nuestra salud mental. Y eso lo consiguen produciendo una serie de sustancias químicas, como hormonas, metabolitos e incluso neurotransmisores, que envían a través de todos los canales que acabamos de comentar. También, por medio de estos, el cerebro les hace llegar misivas. Por ende, se trata de líneas de comunicación de doble sentido.
En los últimos años se ha descubierto que nuestros microorganismos son capaces de, por ejemplo, fabricar algunos de los neurotransmisores clave del sistema nervioso, como serotonina, relacionada con el control de las emociones y el estado de ánimo; dopamina, la cual participa en los procesos de aprendizaje y de memoria, y se asocia a la motivación y a la recompensa ante estímulos placenteros; y ácido gamma-aminobutírico o GABA, que participa en la regulación de muchos procesos fisiológicos y psicológicos.
Bacterias como Lactobacillus y Bifidobacterium segregan GABA; Escherichia coli y la levadura Saccharomyces, noradrenalina; mientras que Candida, Streptococcus y Enterococcus son capaces de generar serotonina. Ahora bien, todavía no se comprende bien cómo todas estas moléculas que elabora la microbiota logran atravesar la barrera intestinal —aquella muralla medieval fortificada de la que hablábamos en el capítulo 2— y llegar hasta el cerebro para, allí, influir sobre su función. Los científicos que estudian el eje intestino-cerebro apuntan que, muy probablemente, ni siquiera haga falta que se cuelen en la torre de marfil del sistema nervioso central para influir sobre él, sino que basta con que impacten sobre el nervio vago y que eso se traduzca en impulsos eléctricos capaces de modular, en parte, su función.
Cada vez hay más indicios de que las alteraciones de la microbiota se relacionan con trastornos mentales, como la ansiedad, la depresión o el autismo, y con enfermedades neurológicas, como el alzhéimer, el párkinson y la esclerosis múltiple. Algunos estudios muestran, además, que los recién nacidos necesitan de las bacterias del tubo digestivo para desarrollar adecuadamente sus conexiones cerebrales. Experimentos con ratones criados en entornos estériles han demostrado que esos animales son más ansiosos y presentan déficits cognitivos en comparación con roedores expuestos a microorganismos desde su nacimiento. De la misma manera que los microbios pueden influenciar el desarrollo del sistema inmunitario, de los intestinos e incluso de los huesos y vasos sanguíneos, estos seres microscópicos que nos ocupan también impactan en el desarrollo del cerebro, el órgano que más nos define y nos hacer ser quienes somos.
Según Colin Hill microbiólogo pionero en el estudio de la relación entre bacterias intestinales, salud
y enfermedad. Fundador del Centro de Investigación en Microbioma APC, vinculado al
Colegio Universitario de Cork, en Irlanda, y considerado el epicentro de la investigación mundial en
microbiota intestinal.
Que intestino y cerebro se hablan y se influencian uno a otro se sabe desde hace casi cincuenta años, cuando se empezaron a realizar estudios en los que se demostraba que cualquier tipo de fuente de estrés —como hambre, sueño, ruidos muy altos o la separación de las crías y la madre— lograba alterar la microbiota de los ratones. Y al revés: algunos trabajos también concluyeron que la microbiota puede modificar el comportamiento de los animales y hacer que estos tengan mayor o menor resiliencia a la hora de enfrentarse a situaciones estresantes.

Por este motivo, algunos investigadores ya se centran en el papel de la alimentación y, sobre todo, de suplementos a base de cócteles de bacterias concretas para impactar en la salud mental. Son los llamados psicobióticos, que Cryan y Dinan, investigadores del Instituto del Microbioma APC, de la Universidad de Cork, definieron en 2013 como «un organismo vivo que, cuando se ingiere en cantidades adecuadas, produce un beneficio para la salud en pacientes que sufren una enfermedad mental psiquiátrica». Más recientemente, esta definición ha evolucionado para referirse también a otras maneras de influir sobre la microbiota en beneficio de la salud mental.
Aunque el estudio de los psicobióticos no ha hecho más que arrancar, es un ámbito de investigación realmente prometedor. Y algunos de los primeros hallazgos que se están produciendo nos aportan pistas interesantes para aplicar en nuestro día a día. Mayer, Dinan, Cryan y otros tantos científicos están centrados en tratar trastornos mentales mediante psicobióticos. Pero, a la luz del papel fundamental que desempeña la microbiota para gozar de una buena salud mental y sabiendo que la alimentación es el factor que más contribuye a la hora de tener una comunidad microbiana rica, diversa y estable, qué mejor que asegurarnos de nutrir bien a nuestras queridas bacterias para que ellas, a su vez, nos ayuden a sentirnos mejor.